A principios de enero una amiga de Nueva York vino de visita a Barcelona y organizó una cena con varios conocidos. Entre ellos estaba Jana Climent, una neurocientífica que hizo su postdoc en el prestigioso hospital Mount Sinai de Nueva York, y que cuando le pregunté qué hacía ahora me explicó algo como: «Utilizo una nueva técnica para monitorizar la actividad cerebral duranteneurocirugías, para evitar pérdida de funciones mientras el médico quita partes del cerebro del paciente. La semana que viene operaremos a una chica de 17 años que tiene un pequeño tumor y crisis epilépticas a diario. Le quitaremos la parte de su hemisferio derecho donde está el tumor y foco epiléptico. Yo habré conectado electrodos en su cerebro y partes del cuerpo como laringe, músculos, etc., e iré comprobando que la señal no se pierda».
Unos días más tarde estaba dentro del quirófano del hospital infantil Sant Joan de Déu de Barcelona viendo cómo serraban un fragmento de 10cm x 10cm de cráneo, retiraban una fina capa llamada meninge que cubre el encéfalo, y aparecía algo que —tras tantos años hablando sobre neurociencia— me pareció precioso: un cerebro humano vivo, latiendo. Sí: el cerebro late. Después se transcurrieron varias horas de electrodos, bisturí, tensiones, incisiones con una precisión y meticulosidad comparable a un cuadro de Dalí, puntos de sutura, un fragmento enorme de cerebro (30% del hemisferio derecho) sobre la mesa de operaciones, el largo pelo de esa joven tapando la cicatriz como si allí no hubiera pasado nada, y dos imágenes maravillosas: 1) Para comprobar que todo fue bien despiertan al paciente en la misma sala de operaciones, a los pocos minutos de terminar la intervención. Al salir de la anestesia la chica empezó a balbucear y moverse nerviosa, mientras una doctora le decía «Fátima, levanta el brazo izquierdo… Bien. ¿Me escuchas? Me escuchas? Fátima…. ¿me escuchas?», a lo que la joven respondió: «Sí. Gracias…» provocando una sonrisa en la sala, y un picor en mis ojos que todavía se repite cuando tecleo estas palabras. 2) La imagen lejana del cirujano Jordi Rumià explicando que todo había ido bien a los padres, una pareja de origen magrebí dueños de una tiendecita en la periferia de Barcelona, cuya hija se benefició de tecnología médica punta gracias a un sistema de salud pública inimaginable en EEUU. «En EEUU esto cuesta centenares de miles de dólares. No hay manera de que alguien como Fátima tenga acceso a esta operación y a un cirujano como Jordi», me dijo Jana.
Por la noche cuando llegué a casa escribí dos mails. Uno a mi editor diciendo que detuviera un par de días la maquetación de El ladrón de cerebros. Comer cerezas con los ojos cerrados, pues debía incluir un epílogo con lo más impresionante que había vivido en mucho tiempo, y otro al equipo de producción de El cazador de cerebros, pidiéndoles que empezáramos a activar mecanismos para poder rodar una siguiente neurocirugía con Jordi Rumià y Jana Climent, y mostrarla en un capítulo dedicado al cerebro. Así fue como en marzo rodamos la operación que pudisteis ver el pasado sábado: la de un niño de cuatro años con veinte ataques epilépticos diarios, a quien también quitaron un 20% de su encéfalo, y que, como Fátima, meses después no ha sufrido ningún otro ataque y tiene unas secuelas mínimas.
Impresionante. Pero debo confesaros cierta frustración por no haber podido emitir la imagen del cerebro latiendo. El hospital nos prohibió mostrar imágenes directas de la operación. No sabéis cuánto insistí. Les prometí que no enseñaríamos cortes, ni sangre, ni nada que pudiera herir la sensibilidad, que seríamos muy elegantes, y que esa imagen del cerebro latiendo, limpio, era tan preciosa, tan real, con tanto significado, que merecía la pena mostrarla. No hubo manera, y a pesar de que fue un gran programa, me dejó a medias.
De la brutalidad a la precisión
Jordi Rumià me decía «esto que hacemos de quitar un trozo de cerebro en realidad es una bestialidad. Algo atrasado. Lo hacemos porque funciona, pero sobre todo porque no conocemos bien el funcionamiento del cerebro, ni cómo repararlo en casos como la epilepsia». Esta frustración resonaba por completo con una frase que dijo Rafa Yuste en la segunda parte del capítulo: «Algunas patologías neurológicas las tratamos como las infecciones se trataban hace dos siglos, antes de saber qué eran las bacterias».
Yo creo que esto refleja la gran importancia de la ciencia, de macroproyectos como el BRAIN (mapear regiones cerebrales de manera que se pueda distinguir con precisión cómo se conectan las redes neuronales y cómo fluye la actividad por ellas), y de la frase que tan a menudo repito: «El alzhéimer no lo curaremos con más hospitales, sino con más ciencia». Y es que, además de todo esto, las conversaciones con Rafa Yuste, Susana Martínez-Conde y Stephen Macknik fueron de un contenido intelectual fascinante, mostrando cómo ciencia y filosofía se necesitan mutuamente para crear verdadero conocimiento.
Adivinos que implantan recuerdos y una anécdota: Os hablé dormido
Lo que pretendo en estos textos no es resumir lo que ya salió en el programa, sino ampliarlo y hacéroslo más cercano con mis reflexiones, curiosidades, o entresijos del rodaje. Y en Nueva York hubo uno que os debo contar 😉
La verdad es que fue un rodaje apretadísimo donde concentramos las entrevistas al máximo y viajamos con equipo mínimo para optimizar gastos. Terminamos agotados. En especial la noche tras la sesión con el mago, Susana y Stephen, tras un día intensísimo. Yo estaba destrozado, y al salir ya pasada medianoche… «¡Ostras! Que nos olvidamos de grabar un speech a cámara como transición…».
Alguna idea tenía anotada en mi libreta, pero de verdad esto de plantarse delante de una cámara y decir algo conciso, inteligente y que quede redondo y natural, es más duro de lo que parece. Sobre todo estando sin cenar pasada la medianoche, después de un día agotador, y con tu cerebro más dormido que despierto.
En realidad os lo cuento para justificar mis ojitos y mirada perdida… pero también para explicar la frase «como los adivinos», que viene de una hipótesis que también desarrollo en El ladrón de cerebros: los tres tipos principales de engaños cerebrales son en la percepción, la memoria, y la cognición. Dentro de los de la memoria hay de muchas clases, pero uno muy curioso es la implantación de recuerdos falsos. Elisabeth Loftus y su equipo demostraron que mediante un proceso llamado «guided imagination» (imaginación guiada), en el que te van haciendo una serie de preguntas sobre algo que «no recuerdas» (y que en realidad no ha ocurrido), son capaces de implantarte recuerdos (implanted memories) de cosas que no pasaron, pero que de repente te da la sensación de que ocurrieron y habías olvidado. Yo tengo la hipótesis de que los tarotistas, médiums, o adivinos varios, cuando aparentemente «adivinan» algo de la sugestionada persona con quien están conversando, y ésta de repente tiene una sensación de «¡Oh! ¡Cómo pudo saber esto! No se lo había contado a nadie. ¡Es magia!», lo que ocurre es que en realidad nunca lo ha vivido. El falso adivino lo acaba de implantar en tu memoria. Por eso no se lo había contado a nadie…